martes, 8 de agosto de 2006

La habitación del pánico

En cierto momento escuché una dulce voz femenina decir “¿sabés que color tiene la oscuridad?”. Apenas la oí abrí los ojos y no vi absolutamente nada ni nadie. Las tinieblas que me envolvían eran tan profundas que no podía ver ni siquiera mi propio cuerpo.
Levanté nervioso la mano izquierda, la llevé hasta la altura de mi rostro con el brazo completamente extendido y forcé mis ojos para verla, pero no distinguí absolutamente nada. Mi pulso se aceleraba, sentía que comenzaba a sudar.
Jamás había temido a la oscuridad o sufrido de claustrofobia, pero en esta oportunidad era diferente. Sentía algo que jamás me había ocurrido, una suerte de ansiedad pero cargada de temor. Una gota de sudor frío recorría mi espalda con a un ritmo desesperante, haciendo que mi piel se erice instantáneamente.
Entonces recordé un ejercicio de relajación que había aprendido en una de mis sesiones con el psicólogo. Este consistía en cerrar los ojos e imaginar una habitación en blanco, completamente vacía. Claro que a este punto no había diferencia entre cerrar mis ojos o mantenerlos abiertos, pero preferí seguir correctamente la mecánica de la técnica.
Apreté mis párpados con fuerza e hice un esfuerzo por ubicarme en aquel inmaculado cuarto… Al poco tiempo me encontraba allí; completamente desnudo sentado en el mismo centro de un cuarto blanco increíblemente brillante. Allí dentro podía ver mi cuerpo y apreciar todos sus detalles, por lo cual me sentí un tanto más tranquilo. Pensando en lo tonto que me había sentido en la oscuridad volví a abrir los ojos.
Con ansias separé mis pestañas y me reencontré con ese abismo infinito. Recordando mi experiencia en el cuarto blanco intenté nuevamente ver alguna de mis extremidades, con nulo éxito. Pensé que quizás si miraba a mí alrededor podría apreciar algún aspecto del lugar donde me encontraba, pero fue en vano. Era tal la oscuridad que mirar hacia los costados me daba la sensación de tener la mirada fija en un punto.
Con un segundo esfuerzo volví al cuarto blanco. Otra vez estaba sentado, por lo cual intenté incorporarme con un tosco movimiento. Apoyé mis manos sobre mis muslos y con un poco de fuerza me puse de pie. Inconscientemente había encontrado la respuesta a mi incógnita en el antro oscuro: el tacto.
Abrí los ojos casi emocionado por experimentar. De a poco me había habituado a esa morbosa oscuridad, por lo cual sólo me desconcertaba mi ubicación en el espacio.
Vi, por así decirlo, mi cuerpo cubierto por las sombras, pero esta vez tenía la forma de reconocerme. Levanté mi brazo hasta una altura apropiada y rápidamente lo moví en dirección a mi cuerpo, esperando golpearme con fuerza sobre el pecho. Pero no podía. Con cada intento de acercar mi mano a mi torso sentía que ésta se alejaba más.
El pánico más horrendo que hubiera experimentado jamás se apoderó de mí y me dejo en estado de shock. Quería volver a ese cuarto blanco donde me sentía seguro, pero no tenía ninguna autoridad sobre los músculos de mis ojos. Estaba completamente inmóvil.
Gritaba y lloraba, pero no podía sentir mis lágrimas ni escuchar mi propia voz. Supongo que habré pasado así unas horas, o quizás unos días o tal vez un minuto.
Finalmente, y tras mucho esfuerzo, logré controlarme, cerrar los ojos y volver a ese espacio seguro que tenía en el cuarto inmaculado. Allí intenté poner en orden mis ideas y divagué entre muchísimas posibles respuestas a esa oscuridad perturbadora… Debo haber tenido mil y un planes diferentes que jamás me atreví a llevar a cabo.
Decepcionado y exhausto me dejé caer en el suelo y noté que no había explorado el cuarto blanco ni siquiera con la mirada. Me puse de pié y lentamente caminé con mi mano derecha contra una de las paredes. De repente me encontré una pequeña puerta, tomé su picaporte e instantáneamente ésta se abrió como impulsada por una ráfaga de viento zonda.
Detrás de la abertura brillaba una luz incandescente que me dejó momentáneamente en transe. Sin pensarlo la atravesé y allí terminó todo.

Lucas J.

martes, 18 de julio de 2006

La Hoja

El sol ya se ocultaba sobre la ciudad, dando lugar a la fría noche de invierno. Él caminaba hacia su casa pensando en las cosas que podría decirle, en todo lo que sentía por ella desde el instante que la había conocido. Soñaba despierto con el momento en que la vería a los ojos, esos ojos caleidoscópicos que lo sumergían en una fantasía platónica y lo enamoraban profundamente; podía sentir en sus manos el calor de la piel de su amada al tiempo que dibujaba en su mente las palabras que tanto ensayaría antes de verla.
Las luces de la calle por la que transitaba ya iluminaban las nevadas aceras, torpemente delineadas por las pisadas de los cientos de almas que las recorren diariamente. El enamorado tarareaba una vieja melodía romántica que le recordaba su aroma… esa esencia floral que con sólo asomarse al ambiente creaba una primavera alrededor, borrando de cualquiera que estuviera cerca la imagen de los blancos pinos y trayendo anticipadamente los verdes pastos de las montañas que servían de límites naturales a la gran ciudad.
A los pocos minutos llegó a su departamento, entrando se quitó el abrigo y calentó una pava de agua para prepararse una taza de café; no eran más de las cinco de la tarde. Se sentó en su escritorio y tomando su bolígrafo negro terminó de acomodar sus pensamientos. Sacó de un cajón una hoja en blanco y allí se quedó mirándola por un lapso de tiempo que se sintió como si hubieran sido varias horas. Acostumbraba escribir sus ideas para acomodarlas y para poder “abstraer la mente”, como solía decir.
La atmósfera era inundada por su Wincofón, en el cual giraba un viejo disco de pasta con los grandes éxitos de Billy Butterfield y Ray Conniff, quienes con sus orquestas de vientos y cuerdas delineando melodías solían acompañar las tardes del escritor.
Enseguida el dulce sonido del jazz se vio opacado por el silbido del agua hirviendo. Él se apresuró a quitarla del fuego y a servirse la bebida y ya con su café en la mano volvió al escritorio donde la macabra hoja lo esperaba.
Nuevamente se sentó, aunque un tanto más distendido por el placer que le causaba el robusto aroma de esa taza de café. Solía pasar bastante tiempo sintiendo ese perfume amargo que le hacía imaginar las más locas aventuras donde se creía invencible… pero claro, eran sólo sueños. Bebió un trago e intentó dejar el pocillo sobre su escritorio pero un torpe movimiento hizo que se le resbalara y todo el contenido se volcara sobre la hoja, que estaba en blanco desde hacía sólo diez minutos.
En ese instante su mundo se desmoronó, su cabeza comenzó a dar vueltas en una espiral interminable que lo conducía a un abismo más oscuro que el color de ese manchado pedazo de papel. Era como una pesadilla kafkeana donde se convertía en una horrible creatura nocturna, temerosa del mundo exterior y dueña de un terrible rencor.
En ese abismo insondable veía a su amada una y otra vez, como en una pantalla de cine donde puede verla y oírla pero no tocarla, y quería alcanzarla pero sus cortos brazos no llegaban. En cuanto intento acercarse con su cuerpo, la luz que ella proyectaba lo iluminó y lo empujó con fiereza hacia atrás, impidiéndole siquiera tocarla con la punta de sus dedos.
Entonces, escalofríos recorrieron su cuerpo. Su pulso estaba acelerado, transpiraba gotas del tamaño de balas de 9 milímetros y un horrible pánico habitaba lo más profundo de su cerebro. Abrió los ojos y vio esa eterna oscuridad que lo contenía. Estiró sus manos violentamente hacia los costados y pronto alcanzó lo que buscaba. Encendió la luz de su lámpara de leer y noto que estaba dormido sobre su escritorio, con la taza despedazada en el suelo y la hoja empapada de café.
Lucas J.

viernes, 23 de junio de 2006

A la memoria de un grande.

El 14 se cumplieron dos años de la muerte de mi abuelo materno y quería escribir estas líneas en su memoria.
¿Qué puedo decir de Antonio? Es irónico, pero tengo tantos recuerdos de él que no se por donde empezar a escribir. Debería empezar diciendo que fue como un padre para mí, que estuvo conmigo para aconsejarme desde lo racional, con sus matemáticos análisis de la vida cotidiana. También puedo decir lo mucho que aprendí de él, que me inculcó un enorme aprecio por las bellezas de la naturaleza, las cuales plasmé en fotos que no pudo ver. Y más allá del parecido físico, heredé del viejo un gusto por la música Jazz, el Stomp, el Blues y el Soul.
Y pienso en su colección de libros que descansa en mi dormitorio en Paraná y no puedo evitar acordarme de su expresión cada vez que compraba un libro y ni bien lo terminaba me hablaba para que yo lo leyera. De lo mucho que quería a sus amigos, que lo fueron dejando de a poco con el pasar de los años, y de su esposa que siempre me trató como un nieto propio y que lo quiso sin importarle sus locuras y su carácter (los cuales también heredé).
A medida que despierto estas viejas y polvorientas imágenes van apareciendo otras, sus típicos chistes, sus morisquetas y la nostalgia que le agarraba cuando recordaba a su hermano y su infancia juntos.
Me resulta difícil sintetizar este texto para darle un cierre, porque nunca pude decirle cuanta influencia el tuvo en mí y no querría usar este espacio para eso, por eso voy a dejar esta entrada así, como si fuera un cuento borgiano (con quien, dicho sea de paso, comparten fecha de defunción) donde el lector imagina el final, aunque este esté escrito.

A la memoria de Antonio Enrique Sosa. 22 – X – 1920 –– 14 – VI – 2004.

lunes, 12 de junio de 2006

Añoralgias

Hace un rato comparaba mí foto actual con una de hace unos años (unos 3 o 4 años) y veía lo mucho que he cambiado físicamente en tan poco tiempo; entonces se me ocurrió escribir algo sobre la niñez, pero cuando estaba encadenando algunas ideas, mi cabeza comenzó a volar y a divagar… Me acordé de viejas amistades, de viejos paisajes y colores y de tantas personas que por un motivo u otro he dejado de ver.
Mientras hacía esta síntesis de mi corta vida vinieron a mi mente los tres elementos claves para sentirse realizado: Plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro, pero también me di cuenta de todas las bellezas que se cruzan por nuestros caminos y nos hacen felices y nos marcan profundamente.
Y tal vez esto signifique que día a día escribimos un libro, tenemos un hijo y plantamos un árbol, porque cada cosa que hacemos llena una página del enorme cuaderno de la vida diaria; porque cada recuerdo que atesoramos es como un frondoso árbol que embellece nuestro camino; y cada amistad que cultivamos es como un hijo que requiere de nuestra atención y cariño.
Por eso repasé mis recuerdos con una sonrisa en el rostro, viendo viejas fotos de amigos y lugares que van a ir conmigo siempre, llenando ese espacio que es complementario a este; esa otra libreta. No la de los apuntes que hago con tinta, sino la de los que escribió cada uno de esos momentos dándome un pedacito de sí y ayudando a formarme en esto que soy.

Lean esto o no, sepan que los tendré conmigo siempre.

Saludos!

PD.: el título de esta nota es de una zamba de Les Luthiers.

lunes, 22 de mayo de 2006

Semana criolla

Estamos transitando la semana de mayo, que conmemora los hechos que llevaron a la creación de las bases de la independencia argentina. Digamos que la semana de mayo es la piedra angular de la revolución.
Pero cuando me senté frente al monitor tratando de escribir algo alusivo a esto, alguna reflexión patriótica que haría sentir orgullosa a cualquiera de mis maestras de primaria que me enseñaron la vida y obra de los próceres de nuestro país, quienes lucharon por romper las cadenas de la dominación española, no consigo sacar de mí algo que tenga un halo de celeste y blanco…
En lugar de eso, sólo puedo pensar en todos los versos que nos han vendido con relación a estos hechos históricos y todos aquellos que nunca vamos a saber que nos vendieron porque se han perdido como verdades en el tiempo… ¿Y será que las generaciones pasadas pensaron que ensalzar a estos personajes de la historia para que fueran héroes míticos de la patria haría que nadie cuestione ciertas actitudes nacionales? Mientras escribo esto me vienen a la mente hechos como la liberación de Chile y Perú, y que habrá estado persiguiendo San Martín cuando lo hicieron cruzar los Andes (porque no hay que olvidarse que el pobre tipo los cruzó en “ambulancia”), o cuanto beneficio económico pensaba sacar la administración bonaerense al puerto una vez que el monopolio comercial estuviera roto, o por que Belgrano patentó como nacional una bandera que clásicamente era el estandarte de los reyes de España…
En fin, se que mis preguntas pueden parecer infundadas, o han sido respondidas ya por alguien que ha estudiado estos temas, pero no es descabellado que me lo pregunte, porque la viveza criolla no es un invento del S.XXI… ¿no?

lunes, 8 de mayo de 2006

La primera entrada

Tener adelante mio este espacio en blanco es como la sensación que tenemos al abrir un cuaderno nuevo, creo que por eso se me ocurrió este título para el blog.
¿Pero que siento yo delante de un cuaderno en blanco? Es, a decir verdad, algo muy raro. Un cuaderno con todas sus páginas en blanco se presenta como una oportunidad para las mas variadas cosas: uno puede dejar volar la imaginación y escribir una historia, se puede hacer fluir la creatividad artística y realizar un dibujo (no es mi caso particular ya que no soy el mejor de los artistas), se puede comentar o criticar, en un tono editorial si se quiere, la realidad contemporanea, o inclusive realizar una composición para compartir con otro.

Y todo eso es este espacio de la libreta de apuntes, un borrador de esta vida donde espero compartir con ustedes todo lo que se me cruce por la cabeza.

Un saludo.

L. J. Alvarez Sosa.