miércoles, 13 de febrero de 2008

Tribulaciones previas a situaciones estresantes

Caminaba por calle Corrientes contra la numeración, contra el viento y contra las oleadas de personas que vagaban por ahí. La Avenida era tan ruidosa cómo cualquier otra tarde-noche de sábado, con las familias que salen de las obras infantiles y los grupos de amigos que se agolpan en las puertas de los teatros antes de entrar a las primeras funciones. Las voces se pierden en el viento particularmente frío y el ruido de los motores de los autos y colectivos parece no molestar a los curiosos que hojean las páginas de amarillentas publicaciones que encuentran en las librerías de saldos. En la Avenida de los teatros, el sábado a las siete de la tarde, todos son felices. Todos menos uno.

Casi como un fantasma camino calle abajo en dirección a 9 de Julio. La cara pálida por el frío, los labios apenas rosados y los ojos entreabiertos con la mirada perdida me hacen pasar inadvertido entre los paseantes. Ignorando las risas, las voces que se alzan sobre los bocinazos y la esporádica música que se escapa de las disquerías, voy errante como un fantasma que ha quedado perdido en la tierra de los vivos.

En algún punto doblé en Maipú y seguí derecho hasta Humberto 1º. Inconscientemente llegue a su dirección y me encontré parado al pie de su edificio contemplando como si estuviera hipnotizado la fachada de la construcción, repasando en mi cabeza todas las cosas que tenía para decirle, estructurando mis pensamientos y sentimientos para evitar quedar como un estúpido al momento de abrir la boca.

Y ahí estoy, inerte, reflexivo, imaginando el devenir de los hechos y prediciendo un futuro caótico que desciende en espiral hacia el desastre. Siempre tuvo en mí ese efecto narcótico, casi alucinógeno, que me hace perder poco a poco la razón hasta el punto en que lo pasional me domina por completo y me vuelvo incapaz de actuar conforme a mis convicciones.

Cae la noche y las luces de la calle me iluminan como si estuviera parado en el centro de un escenario gris y sin público, mientras que la pequeña lámpara que alumbra el portero eléctrico me desafía y presiona para enfrentar este miedo patológico que me invade y me congela hasta los huesos.

Finalmente tomo coraje y doy un paso en dirección a la puerta, sudando a pesar de los dos o tres grados bajo cero de temperatura. Titubeando doy un paso más, tengo el portero frente a mí. Saco mi temblorosa mano derecha del abrigo del bolsillo de mi campera y presiono el botón del 3ro “C”. No se cuánto tiempo pasó hasta que escuché un sonido, pero en ese tiempo volvió a mi la tragicómica escena que caracterizaba el final de este drama. De repente mis pensamientos, mi pulso y mi respiración se congelaron, había escuchado una voz:

-“¿Si? ¿Quién es?”

-“Soy yo” dije, y vi como una blanca bocanada de vapor emana de mi boca al pronunciar estas palabras. “Tenemos que hablar” concluí.

Sin más escuché la chicharra de la puerta. Se presentaban ante mí dos opciones: confrontar la realidad o volver a huir… Dudé un poco, con el zumbido eléctrico penetrando en mis oídos. Entonces estiré mi brazo, tomé el picaporte con la mano, empujé la puerta y di un paso hacia adentro; pronto todo habría acabado.