martes, 18 de julio de 2006

La Hoja

El sol ya se ocultaba sobre la ciudad, dando lugar a la fría noche de invierno. Él caminaba hacia su casa pensando en las cosas que podría decirle, en todo lo que sentía por ella desde el instante que la había conocido. Soñaba despierto con el momento en que la vería a los ojos, esos ojos caleidoscópicos que lo sumergían en una fantasía platónica y lo enamoraban profundamente; podía sentir en sus manos el calor de la piel de su amada al tiempo que dibujaba en su mente las palabras que tanto ensayaría antes de verla.
Las luces de la calle por la que transitaba ya iluminaban las nevadas aceras, torpemente delineadas por las pisadas de los cientos de almas que las recorren diariamente. El enamorado tarareaba una vieja melodía romántica que le recordaba su aroma… esa esencia floral que con sólo asomarse al ambiente creaba una primavera alrededor, borrando de cualquiera que estuviera cerca la imagen de los blancos pinos y trayendo anticipadamente los verdes pastos de las montañas que servían de límites naturales a la gran ciudad.
A los pocos minutos llegó a su departamento, entrando se quitó el abrigo y calentó una pava de agua para prepararse una taza de café; no eran más de las cinco de la tarde. Se sentó en su escritorio y tomando su bolígrafo negro terminó de acomodar sus pensamientos. Sacó de un cajón una hoja en blanco y allí se quedó mirándola por un lapso de tiempo que se sintió como si hubieran sido varias horas. Acostumbraba escribir sus ideas para acomodarlas y para poder “abstraer la mente”, como solía decir.
La atmósfera era inundada por su Wincofón, en el cual giraba un viejo disco de pasta con los grandes éxitos de Billy Butterfield y Ray Conniff, quienes con sus orquestas de vientos y cuerdas delineando melodías solían acompañar las tardes del escritor.
Enseguida el dulce sonido del jazz se vio opacado por el silbido del agua hirviendo. Él se apresuró a quitarla del fuego y a servirse la bebida y ya con su café en la mano volvió al escritorio donde la macabra hoja lo esperaba.
Nuevamente se sentó, aunque un tanto más distendido por el placer que le causaba el robusto aroma de esa taza de café. Solía pasar bastante tiempo sintiendo ese perfume amargo que le hacía imaginar las más locas aventuras donde se creía invencible… pero claro, eran sólo sueños. Bebió un trago e intentó dejar el pocillo sobre su escritorio pero un torpe movimiento hizo que se le resbalara y todo el contenido se volcara sobre la hoja, que estaba en blanco desde hacía sólo diez minutos.
En ese instante su mundo se desmoronó, su cabeza comenzó a dar vueltas en una espiral interminable que lo conducía a un abismo más oscuro que el color de ese manchado pedazo de papel. Era como una pesadilla kafkeana donde se convertía en una horrible creatura nocturna, temerosa del mundo exterior y dueña de un terrible rencor.
En ese abismo insondable veía a su amada una y otra vez, como en una pantalla de cine donde puede verla y oírla pero no tocarla, y quería alcanzarla pero sus cortos brazos no llegaban. En cuanto intento acercarse con su cuerpo, la luz que ella proyectaba lo iluminó y lo empujó con fiereza hacia atrás, impidiéndole siquiera tocarla con la punta de sus dedos.
Entonces, escalofríos recorrieron su cuerpo. Su pulso estaba acelerado, transpiraba gotas del tamaño de balas de 9 milímetros y un horrible pánico habitaba lo más profundo de su cerebro. Abrió los ojos y vio esa eterna oscuridad que lo contenía. Estiró sus manos violentamente hacia los costados y pronto alcanzó lo que buscaba. Encendió la luz de su lámpara de leer y noto que estaba dormido sobre su escritorio, con la taza despedazada en el suelo y la hoja empapada de café.
Lucas J.