lunes, 30 de junio de 2008

La paradoja del beso

Esos besos prohibidos eran mi droga, hacían que por mis venas corriera una mezcla de endorfina y adrenalina similar a la de una dosis de heroína cada vez que sentía sus labios apretados contra los míos. Muchas veces me pregunto si habrá sido real, si la habré soñado, si sólo fue una alucinación; pero la herida está ahí para recordarme que tan real era. Aunque no puedo evitar preguntarme ¿qué hay de cierto en ese dolor que ahora me invade? Insisto con que sólo fue una droga, ella actuaba sobre mí de esa forma tan particular que me hacía sonreír como un idiota mientras me clavaba un puñal en el pecho. No tengo derecho a quejarme, el auto-control se ejerce desde adentro y, la verdad, yo nunca quise controlarme.

Ni como volar hacia el ocaso, ni como un submarino amarillo; en lugar de un alucinógeno la describiría como un estimulante, con ese maravilloso y adictivo efecto energizante que llena el cerebro de pensamientos positivos, que dibuja una sonrisa enorme y permite disfrutar al máximo ese momento de éxtasis donde el mundo es perfecto y no existen ni el tiempo ni el espacio y sólo somos ella, yo y la nada.

Su lengua jugando con la mía bailando el malambo de la muerte, su mano derecha enredada en mi cabello pero como haciendo fuerza para que no me aleje, su rostro que se extiende hasta el infinito mientras mis dedos inquietos buscan recorrerlo por completo. Ahí, en ese momento en el que alcanzamos el cenit de ese beso perfecto, en donde la respiración se agita y los sentidos se descontrolan, justo ahí es cuando el filo del acero se hunde más profundo dentro de mí atravesando las fibras, los tejidos y las venas de un solo movimiento, casi sin esfuerzo.

Con una circulación casi perversa desgarrás, cortás y perforás mi interior, dejándome frío y sin vida. Pero, claro, el dolor no se hace presente porque todavía estás ahí, la droga sigue haciendo efecto cual anestesia que me impide tomar conciencia de la herida mortal por la que me desangro lentamente. Las señales eran claras, hasta me lo dijiste varias veces, pero yo me creía inmortal y estaba seguro de poder probar el dulce néctar de tu boca sin sufrir las consecuencias; que ingenuo.

Admito que me gustaría poder decir que caí en tu trampa, que me sedujiste con tu canto de sirena obligándome a abandonar mi navío y saltar a la profundidad del océano, pero se que no fue así. De hecho, me pregunto si no habrá sido la relación inversa y si no fui yo quien atrapó a la sirena en su red buscando transgredir esa prohibición que significan tus besos. De la forma que haya sido, no importa ahora.

Finalmente nuestras bocas se separan, tus manos se alejan de mi cuerpo, abro los ojos y me encuentro con los tuyos mirándome fijamente, con ese color negro tan sencillo y tan profundo que los caracteriza. El silencio retumba tanto en la habitación que me aturde y desespera, pero tu mirada me tiene tan cautivado que no puedo emitir sonido alguno. De repente una expresión de desolación y tragedia se dibuja en tu rostro, veo aparecer dos pequeñas arrugas en tu sien a medida que las cejas se curvan hacia abajo. Las primeras lágrimas comienzan a deslizarse por tus mejillas apenas rosadas, marcando un sendero que termina en la comisura de tus labios, que ahora están apretados como una ostra.

El efecto de la droga comienza a desaparecer y ya siento una puntada en el pecho a medida que tu boca se abre. Casi puedo escuchar el sonido del aire subiendo desde tus pulmones hacia tus cuerdas vocales y articulándose en esas palabras que disipan por completo el sedante que me dominaba. Es entonces cuando la realidad salta a la vista de la misma manera que la sangre emana a borbotones de mi llaga abierta.

Hasta hoy me preguntaba si habías sido real, si te habré soñado, o si fuiste una alucinación; pero la cicatriz está ahí, para recordarme que tan real fuiste.